jueves, 16 de enero de 2014

LA PINTURA DE HISTORIA EN COLOMBIA

 



EDICION 170. FEBRERO DE 2004
 
 
Por: CAMILO CALDERÓN
Tomado de:
Revista Credencial Historia.
(Bogotá - Colombia).
Edición 170

Febrero de 2004

 

El quintamiento.
Tinta y aguada de José María Espinosa, 1816. 14 x 22.5 cm. Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.
a primera muestra de pintura histórica en Colombia se dio el día jueves 8 de agosto del año bisiesto de 1816. Se trata del quintamiento sufrido ese día por algunos patriotas de la Campaña del Sur prisioneros en la cárcel de Popayán, a manos del capitán realista Laureano Gruesso.
Al pie del dibujo, su autor escribió estas palabras: «José María Espinosa Prieto en los calabozos de Popayán cuando fue quintado para ser fusilado el año de 1816. Cuadro pintado por él mismo en el calabozo». José María Espinosa, el abanderado de Nariño, realizó este dibujo en tinta y aguada sobre una pequeña hoja de papel blanco. En sus Memorias de un abanderado, publicadas por José Caicedo Rojas en 1876, Espinosa nos cuenta en el episodio del quintamiento: «Yo, llevado de mi buen humor, y de mi afición al dibujo, hice una caricatura de don Laureano Gruesso con mi barrita de tinta de China que saqué de Santafé, y que no me abandonó en toda la campaña hasta mi regreso, y sirviéndome de pincel un esparto o paja que mojaba con saliva».
Policarpa Salavarrieta marcha al suplicio.
Óleo de autor no identificado, siglo XIX. 73 x 91 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá
El abanderado refiere lo siguiente: «En el acto nos hicieron formar allí mismo en fila; y como yo sabía que la quinta consistía en contar de derecha a izquierda desde uno hasta cinco, y aquél a quien le caía este último número quedaba sentenciado a muerte, tuve valor para salirme hasta por dos veces de la fila y contar de derecha a izquierda, y siempre me cayó el fatal número [...] Pero no era ese el sistema de quintar que iban a emplear con nosotros sino el de boletas. Estando formados hicieron entrar un niño como de diez años, y poniendo dentro de un cántaro veintiuna boletas enrrolladas de las cuales diecisiete estaban en blanco y las cuatro restantes tenían escrita una [letra] M, se lo entregaron para que fuese pasando por delante de la fila. Entonces ví que había perdido mi trabajo de contar y que era ilusoria la esperanza que tenía de que me tocase el número tres. Cada cual sacaba su boleta, la desenrrollaba y la mostraba, y si tenía la M, decía el coronel Jiménez: "¡Dé usted un paso al frente y pase a capilla!"».
La escena, dibujada sintéticamente, muestra las dos filas enfrentadas de los prisioneros y de los soldados realistas y al jefe español con la espada desenvainada, como una figura caricaturesca. Todo el drama del momento histórico se cifra en ese enfrentamiento de los dos bandos.
Medio siglo más tarde, pero antes de publicar sus Memorias, Espinosa volvió a pintar la Quintada, esta vez en el álbum del
historiador José María Quijano Otero, que se conserva en la Biblioteca Luis Angel Arango. Espinosa narró nuevamente el episodio del quintamiento y lo acompañó con una acuarela en que presenta conmás detalle al grupo de prisioneros y el patio de la cárcel, llegando incluso a diferenciar con detalle los vestidos de los patriotas. El caricaturista y dibujante incluyó también algunos elementos humorísticos: el jefe patriota aparece ahora de espaldas y en la pared dibuja su réplica junto a un perro y otros personajes en forma de grafitti, así como el letrero "cuantum melior morior", una máxima estoica.

Los oficiales que sacaron boleta de muerte fueron nada menos que José Hilario López, Rafael Cuervo, Mariano Posse y Alejo Sabaraín, el amante de Policarpa Salavarrieta. En el álbum, Joaquín París cuenta que "López, luego que sacó su boleta a muerte, en vez de inmutarse hizo con ella un cigarrillo y luego entró a la capilla diciendo: me fumaré mi suerte...". Pero al día siguiente, cuando ya los condenados estaban al pie del banquillo en la plaza de San Camilo, donde encontraron los cadáveres de otros patriotas fusilados, llegó desde Quito el indulto del presidente Toribio Montes, que les salvó la vida. Espinosa firmó y fechó su relato el 16 de diciembre de 1869.

LA PINTURA DE HISTORIA

Como se sabe, la pintura histórica es un género que intermitentemente se ha presentado en toda la historia del arte occidental. Conocemos el famoso mosaico helenístico de Alejandro en la batalla de Isos, encontrado en las excavaciones de Pompeya, que es como un inevitable modelo de referencia para todo pintor de historia. Acuden también a la memoria, ya en la era moderna, algunos ejemplos destacados, como la serie de pinturas históricas realizadas para el salón de Reinos en el Palacio del Buen Retiro de Madrid, al cual pertenece La rendición de Breda ó Las lanzas, de Velázquez, pintado entre 1634 y 1635, o la serie de veintiuna grandes composiciones de la Historia de María de Médicis para la galería del Luxemburgo en París, pintadas por Rubens entre 1622 y 1625. Sin embargo, el auge de la pintura histórica se produce con el neoclasicismo, con el romanticismo, y sobre todo con la Revolución Francesa, con el advenimiento de Napoleón y la escuela de pintores de su entorno: David, el barón Gros, Isabey, Boilly, Gérard, Girodet, Ingres, Guérin, y después Delacroix, o con Goya en España y con Benjamin West, decano de pintura histórica anglo-americana. Más adelante, el academicismo pictórico durante todo el siglo XIX acogerá a la pintura histórica como género propio, tanto en Europa como en América.


Asesinato de Sucre.
Óleo de Pedro José Figueroa, 1835. 139.5 x 2 00 cm. Colección Banco de la República, Bogotá
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José María Obando Berruecos en traje de mañana.
Litografía de Carlos Casar de Molina, Cartagena, 1835-1836.
Una pintura histórica relata siempre un evento de la historia nacional, actual o del pasado. Implica, por ello, una actitud de realismo, que da testimonio del hecho presenciado, o que reconstruye con un prurito de rigor histórico los hechos pretéritos. Estos hechos deben ser significativos para la historia de un país, y generalmente implican un momento de tránsito o un rito de paso: un acto fundacional, un juramento, una ascensión al poder, un sacrificio, una abdicación, una batalla, un acceso a otro estadio vital. La lucha, el heroísmo y los valores morales subyacen en la pintura histórica y le dan su justificación. En este sentido, toda pintura histórica es necesariamente política, porque está al servicio de unas ideas y de una determinada concepción del ser humano. En general, la pintura histórica exalta también el valor, la libertad, la lealtad y el patriotismo. Y en todo caso, siempre virtudes cívicas, desde la fe en las ideas, cualesquiera que ellas sean, hasta el culto a la rectitud y a la verdad.
La pintura histórica exalta al individuo (a veces bajo la forma del héroe), a la colectividad y a la naturaleza, es decir, al paisaje de un país, que muchas veces también se convierte en protagonista, como en las famosas Batallas de Espinosa. Pero la exaltación puede recurrir a formas simbólicas, y entonces se convierte en pintura alegórica, que no es propiamente histórica, puesto que ya no narra un hecho tal como ha ocurrido.
El realismo que implica una pintura histórica supone atención al detalle. La fisonomía y actitudes de los personajes, los trajes y objetos, la escenografía, adquieren una importancia especial. La composición y los efectos son más complejos que en una pintura convencional. Por eso la pintura histórica no puede evitar la teatralidad, como no la pueden evitar tampoco la música y el drama del clasicismo, o la ópera, que también se nutre de la historia. Finalmente, digamos que el límite de la pintura histórica es el realismo. En cuanto éste se quiebra con el arte del siglo XX y la abstracción, la pintura histórica declina y desaparece. En Colombia, a la que las corrientes del arte llegan tardíamente, la pintura histórica sobrevive todavía medio siglo más.

Muerte del general Santander. Óleo de Luis García Hevia, 1841. 163 x 205 cm.
Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

Nunca fuera caballero de damas tan bien servido. Acuarela de José Manuel Groot, ca. 1847. Antigua colección Rivas Sacconi, Bogotá.
PINTURA REPUBLICANA

En el arte colonial, solo dos pinturas desarrollan un tema histórico: Gregorio Vásquez entrega dos de sus obras a los padres agustinos, una alegoría idealizada, y el Ingreso del virrey Solis al convento, es decir, su profesión religiosa como fray José de Jesús María en el convento de San Francisco, el 28 de febrero de 1761. Solís, arrodillándose a los pies del altar de la Virgen, abraza al Crucifijo y rechaza sus vestiduras seglares y su hábito de caballero de la Orden de Montesa con un vehemente gesto de la mano. En el suelo, los guantes y el bastón de mando de los que se ha despojado el virrey, ponen la nota dramática.
Policarpa Salavarrieta marcha al suplicio, tela anónima de hacia 1825, marca el inicio de una rica iconografía. Dice Beatriz González: «El trabajo minucioso de los rostros y del Cristo demuestra que el pintor tenía pleno conocimiento de su oficio. La alteración de los volúmenes hace de este cuadro un claro antecedente de la pintura de Fernando Botero. El tratamiento del color recuerda la elegancia propia de las pinturas de la Colonia». En verdad, esta pintura es como un ex-voto republicano de un cierto primitivismo popular. Beatriz González considera esta obra como "una de las más notables muestras de la pintura republicana".
Pedro José Figueroa, autor de numerosos retratos de Bolívar y de algunos cuadros religiosos, pintó Asesinato de Sucre en 1835, en gran formato, a cinco años de la muerte de Sucre y tres años antes de morir él mismo. En este lienzo la pintura histórica y la motivación política se unen, pues 1835 es el año en que una nueva candidatura de José María Obando a la presidencia de la República es lanzada en Panamá, y bien se sabe que Obando era señalado como el autor intelectual del asesinato de Sucre.
La pintura de Figueroa encierra una no velada denuncia de Obando. El momento del asesinato se presenta a boca de un escenario teatral, en que el espectador observa desde un punto de vista alto, como si estuviera situado en un palco. En el camino de la montaña de Berruecos, el mariscal cae herido de bala, su cabalgadura huye despavorida y su sorprendido asistente, Lorenzo Caicedo, detiene su mula blanca antes de acudir en ayuda de la víctima. Cuatro sicarios (entre ellos Juan Gregorio Sarria y José Erazo) se ocultan en lo alto del barranco y al fondo se asoma "el tigre", es decir, Obando. El pintoresquismo de este lienzo hace más evidente la intención irónica del pintor, que aquí, reviviendo un hecho histórico, bordea la caricatura. Por lo demás, su relato coincide con el que Joaquín Posada Gutiérrez haría en sus Memorias histórico-políticas, publicadas en 1865. José María Espinosa también pintó este asunto, hacia 1845, aunque en su pintura el paisaje deja en segundo término a los protagonistas y los sicarios no aparecen en la escena.
José María Obando Berruecos en traje de mañana es una litografía de Carlos Casar de Molina grabada en Cartagena en 1835 o 36. En el segundo plano también escenifica el asesinato de Sucre, que, como se sabe, ocurrió sobre las nueve de la mañana del 4 de junio de 1830, de ahí el "traje de mañana".

Juanambú año de 1814.
Acuarela de José María Espinosa, ca. 1848.
13.4 x 21 cm.
Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

Batalla de los Ejidos de Pasto, 1814.
Óleo de José María Espinosa, ca. 1850.
80 x 120 cm.
Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
 
El 6 de mayo de 1841, a las 6:32 de la tarde, a la edad de 48 años, murió en Bogotá Francisco de Paula Santander, con la consiguiente consternación de la ciudad y el país. Ese mismo año Luis García Hevia pintó a gran formato su lienzo Muerte del general Santander. Dice Pilar Moreno de Angel: «Esta obra de enorme valor testimonial es el cuadro histórico más importante del siglo XIX colombiano». Y lo es, sin duda, por su intensidad, por su eficacia plástica, por su capacidad de concentración, que reúne en un apretado espacio a 17 personajes, y por su sobrio contraste de blanco y negro, con algunos toques más de color, que acusan una admirable economía de medios. El dibujo es neto, y exacta la ejecución de los retratos, personajes que están plenamente identificados. Aparte del ingenuismo y la claridad de planteamiento que otra vez encontramos aquí, no podemos dejar de apreciar la austeridad republicana que emana de esta obra.
Existe un grabado de Louis Marin Lavigne, ejecutado en París hacia 1845 sobre una versión desaparecida de este cuadro por Espinosa, en el que la lección republicana se pierde. Santander es trasladado a un mullido lecho con dosel y cortinajes de brocado, los amigos asumen un carácter burgués y la atmósfera es cálida. ¡Los dos sirvientes son sacados de la escena!
Nunca fuera caballero de damas tan bien servido es una caricatura de José Manuel Groot, realizada en acuarela por el año de 1846 ó 47, durante el primer gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera, quien aparece palustre en mano rodeado de sus hombres de confianza. Arriba, un cuervo sostiene una cartela con la leyenda "Progreso del país", asociado a un cangrejo que, como se sabe, anda para atrás. Otras leyendas irónicas completan la pintura. El bloque de piedra y el palustre pueden aludir a Mosquera constructor del Capitolio, pero también puede ser una explícita referencia a su vinculación con la masonería colombiana.

Guillermo Martín, el perro Fósforo y constituyentes. Acuarela de José Gabriel Tatis, 1853.
Album “Ensayos de dibujo”. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

LAS BATALLAS DE ESPINOSA
Llegamos así a la famosa serie de las Batallas de José María Espinosa, un punto culminante de la pintura histórica en Colombia, que hay que fechar entre 1848, año en que mostró un boceto de Alto Palacé en la Exposición de los Productos de la Industria, y 1863, año en que murió Alejandro Osorio. En el último párrafo de sus Memorias de un abanderado, el pintor afirma: "También hice ocho acciones de guerra, que están en Palacio por habérmelas comprado el gobierno cuando era presidente por segunda vez el señor don Manuel Murillo T. Algunos de estos cuadros, que estuvieron mucho tiempo en mi poder, fueron aprobados por los señores generales Joaquín París, Hilario López i por el señor doctor Alejandro Osorio, que fue secretario del general Nariño en toda la campaña del sur". La compra se efectuó en 1872, por valor de quinientos pesos.
A estas ocho acciones de guerra de la campaña de Nariño hay que agregar otras dos, pintadas en el mismo formato, de la Batalla de Boyacá y de la Acción del castillo de Maracaibo. Sus fechas son inciertas y provisionalmente pueden adscribirse al mismo período de mediados de siglo. Tengamos en cuenta que la pintura de batallas es todo un importante subgenero de la pintura histórica.
La acuarela Juanambú año de 1814 muestra en esencia la concepción que Espinosa tiene de sus cuadros de batalla: un detalle dramático en primer plano, la acción militar en el plano medio y en el fondo, y todo insertado en la grandiosidad del paisaje. Como bien se ha dicho siempre a propósito de estas batallas, en ellas, "la naturaleza predomina sobre la narración histórica". Pero tampoco hay que caer en una interpretación que vea en estas cuadros sólo paisaje.

La Pola en capilla. Oleo de José María Espinosa, ca. 1857. 80 x 70 cm. Consejo Municipal, Villa de Guaduas.

Ricaurte en San Mateo. Dibujo a lápiz de Alberto Urdaneta, ca. 1885.
15.5 x 11.5 cm. Propiedad particular, Bogotá
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En aras de la brevedad, solo nos referiremos a La Batalla de los Ejidos de Pasto que se libró el 10 de mayo del año 14, con la derrota de los patriotas. Espinosa cuenta que en El Calvario, sitio del combate, el caballo de Nariño cayó muerto de un balazo, "y entonces —dice— cargaron sobre el general varios soldados de caballería; él, sin abandonar su caballo, con una pierna de un lado y otra de otro del fiel animal, sacó prontamente sus pistolas..." Es la escena que se ve en el centro del cuadro.
El 20 de mayo de 1853 el Congreso de la Nueva Granada expidió una nueva Constitución Política, sancionada al día siguiente por el presidente José María Obando. El teniente cartagenero José Gabriel Tatis pintó a la acuarela en sólo treinta y tres días un álbum de 23 láminas que tituló Ensayos de dibujo y que fechó el 15 de junio de 1853. Contiene este álbum 136 retratos, incluido el del propio autor en la portada y los de los representantes y senadores que participaron en la constituyente, el presidente Obando, el vicepresidente Obaldía, los miembros del cuerpo diplomático y algunos extranjeros residentes en la capital, además de las vistas de los salones de Senado y Cámara. El resultado es la más sorprendente galería de personajes neogranadinos del medio siglo y la exaltación por parte de un pintor radical del poder de los representantes del pueblo y la única muestra del género de retrato de corporación existente en el siglo XIX en nuestro país. Los rostros están perfectamente individualizados y caracterizados, lo mismo que los trajes, uniformes militares y hábitos religiosos. Incluso retrata a Fósforo, el perro del señor Guillermo Martín, quien no era congresista: él fue propietario del álbum y lo donó al Museo Nacional en 1913.
Otro caso excepcional es el pintor antioqueño Manuel D. Carvajal, quien dejó un dibujo sobre los siete mártires ajusticiados por orden de Mosquera en el episodio llamado El escaño de Cartago (1841) y también la impresionante serie de acuarelas sobre el incendio del templo de San Agustín durante el asedio a Bogotá por las tropas del general Leonardo Canal el 25 de febrero de 1862, acción que también registró fotográficamente el pintor Luis García Hevia.
Hacia 1857, José María Espinosa pinta La Pola en capilla, un óleo de formato mediano, que el pintor obsequió al presidente Manuel Murillo Toro el 20 de julio de 1873, "como un pequeño testimonio de su benevolencia", según reza una inscripción en tinta negra al dorso del cuadro. En su prisión del Colegio Mayor del Rosario, Policarpa vela en capilla ante una mesa con un crucifijo, vigilada por un guardia. Lleva escapulario y un papel con las palabras "Santander" y "Casanare".
Soldados marchando. Óleo de Eladio Rubio, ca. 1902.
94 x 76 cm. Museo Histórico, Casa de la Cultura, Marinilla
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El juramento de la bandera de Cundinamarca.
Panel central del tríptico al óleo de Francisco Antonio Cano, 1913.
254 x 564 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

PINTURA ACADEMICISTA
Epifanio Garay, su hijo Narciso y Alberto Urdaneta son representantes destacados de la pintura académica de fines del siglo XIX. De los primeros se conservan sendas versiones de La Pola en capilla; de Urdaneta es la pintura Caldas marcha al suplicio. Como se sabe, Urdaneta fue un gran dibujante, pero no muy buen pintor; sin embargo, su imagen de Caldas proporciona una lectura inmediata, es decir, presenta una iconografía eficaz. El prócer acaba de arrojar el carbón con que ha trazado en la pared su famoso anagrama de "o larga y negra partida", y sale del Rosario hacia la plazuela de San Francisco, donde será decapitado, a 30 de octubre de 1816. Los gestos resultan demasiado elegantes y operáticos para este momento de sacrificio y la figura en sombra del monje evoca una novela gótica.
Con el título La despedida de Caldas, Antonio Rodríguez grabó la obra de Urdaneta para ser obsequiada como prima a los suscriptores del primer año del Papel Periódico Ilustrado, en 1881. Es de tamaño de un pliego. Se sabe que Urdaneta, cuya obra pictórica no es prolífica, pintó también otros asuntos de historia, como un Descubrimiento del mar Pacífico por Balboa (que se conserva por un grabado) y un Ricaurte en San Mateo, hoy desaparecido. Sí se conserva una composición fotográfica de este tema, en la que posó Roberto de Narvaéz, atribuida a Julio Racines, pero dirigida por Urdaneta, y también un pequeño boceto a lápiz, con el esquema básico de la composición. Todo ello debió hacerse alrededor de 1885.
Dos estampas de la guerra de los Mil Días, de un pintor antioqueño que no figura en las historias del arte, fueron recientemente sacadas del olvido del Museo Histórico de Marinilla para la exposición Cien años de la Guerra de los Mil Días en el Museo Nacional. El pintor se llamaba Eladio Rubio y pintó sus óleos hacia 1902. Uno se titula Herido en batalla, y presenta una iconografía veraz, pero distinta de todo lo que conocemos de esa guerra por la fotografía y el grabado. No es una pintura fácil: los escorzos suponen un tour-de-force para cualquier pintor, y Rubio los multiplica en su obra. Azul y rojo es el cromatismo simbólico de esta guerra de conservadores y liberales. Soldado marchando es un homenaje a la figura central: la juana, que mira al espectador y camina con gracia campesina. La figura hebria y exaltada del primer soldado también mira al pintor en gesto de connivencia, y la figura del herido recuerda a los apestados de Jaffa que claman a Napoleón en el cuadro de Gros, aunque por supuesto nada tienen que ver iconográficamente hablando. No hay en la pintura colombiana de historia un ejemplo así, de homenaje al pueblo llano. El pintor y escultor antioqueño Marco Tobón Mejía pintó una Batalla de Palonegro en 1905; escenifica una carga de caballería de la que él mismo fue testigo presencial.

El paso de los Llanos, 1819. Óleo de Jesús María Zamora, 1910.
145 x 200 cm. Academia Colombiana de Historia, Bogotá.


El paso de los Llanos, 1819.
Detalle de la cabeza de Bolívar.

LA ESCUELA DE LOS CENTENARIOS
La guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá despertaron en los colombianos la necesidad de reflexionar sobre el país, sobre su pasado y su destino. La fundación de la Academia Colombiana de Historia y la celebración de los centenarios del grito de independencia, de los mártires de la patria, de la gesta libertadora y del IV centenario de Bogotá animaron a los pintores colombianos a tratar asuntos históricos. Esta incipiente escuela de pintura histórica nacional no tiene nada que ver con las escuelas europeas de la segunda mitad del siglo XIX, románticas, pomposas y académicas, sino que reflejan mal que bien algunas tendencias modernizantes, con lecciones aprendidas del impresionismo. Naturalmente, hay pervivencias de la academia, pero no son regla general. Una segunda característica, que no tiene excepciones, es el afán de documentación ambiental: sitios geográficos y urbanos, retratos de los protagonistas, vestuarios y objetos. La pintura histórica colombiana no tiene en este sentido fantasía, sino rigor, no inventa sino que recostruye. Es modesta en términos creativos, pero relata los hechos con honestidad. Y, en tercer lugar, es una pintura moderna en cuanto que abandona el claroscuro y utiliza colores claros y vivos. Muchos de sus representantes provienen de la escuela paisajística y adaptan sus conocimientos a la pintura de historia. Zamora y Santa María son notables ejemplos.
El juramento de la bandera de Cundinamarca es un tríptico al óleo sobre lienzo, pintado por Francisco Antonio Cano en 1913. Registra José María Caballero en su diario: "Viernes 31 de agosto [1831]. Vinieron a San Agustín toda la oficialidad y una campañía de granaderos y otra de artilleros, y los granaderos llevaban la bandera del Auxiliar, que tenía las armas del rey, y llevaron las nuevas banderas para bendecirlas, con las armas de la república. Degradaron a la primera [... y después] se comenzó con la bendición de la nueva, que la bendijo el señor Canónigo Duquesne, con las formalidades acostumbradas". En el cuerpo central aparecen Duquesne, José María del Castillo y Rada, Antonio Baraya portando la bandera, Antonio Nariño jurándola, José de Ayala, Manuel de Bernardo Alvarez y Pantaleón Gutiérrez. Se ha pensado que el abanderado pueda ser Antonio, hijo del Precursor, aunque debería ser más bien José María Espinosa.
Batalla de Boyacá. Tríptico al óleo de Andrés de Santa María, 1926.
348 x 634 cm. Casa de Nariño, Bogotá.

En el lateral izquierdo, ante el altar mayor, un monaguillo y los otros dos oficiantes, el padre y prócer Francisco Antonio Florido, franciscano, capellán de la tropa, y el padre José Chavarría, provincial de los agustinos. El lateral derecho está dedicado a la mujer en la Independencia. Hay divergencias sobre la identificación de las señoras, aunque no hay duda de que son retratos: María Josefa Lozano y Magdalena Ortega, esposas de Manuel de Bernardo Alvarez y de Antonio Nariño, respectivamente; Natalia Silva, esposa de Antonio Nariño Ortega. Atrás, con gorros frigios, las dos hijas del Precursor, Mercedes e Isabel.
El conjunto del tríptico, en todo caso, es muy imaginativo desde el punto de las diferentes perspectivas adoptadas a cada panel, que enriquecen la narración y la solemnidad del hecho histórico, y así mismo su colorido. Cinco días antes, el 26 de agosto, había llegado a la capital un "oficio de Sámano para la rendición de la ciudad y su obediencia", como registró el cronista Caballero. La ceremonia de degradación de la bandera del rey y la jura de las armas de la república fue la respuesta de Nariño. El tríptico fue realizado para el Palacio de la Gobernación,pero fue trasladado en 1948 al Museo Nacional, salvándose así del incendio del 9 de abril.
Con el óleo 1819, Patriotas en los Llanos, Jesús María Zamora obtuvo la medalla de oro en la exposición del centenario de 1910. La obra presenta un planteamiento de extrema sencillez. La columna avanza encabezada por Santander y Bolívar, después de vadear un río. No hay clarines, no hay uniformes vistosos, casi no hay armas tampoco. Los patriotas avanzan al paso de sus cabalgaduras sobre un pastizal dorado. El despojo es conmovedor. La resolución es lo que cuenta. Pero la pequeña columna avanza dejando atrás los nubarrones hacia una zona de luz. Pienso que ese es el gran símbolo del cuadro: Post tenebras spero lucem. La luz después de la oscuridad. En los detalles de las cabezas de Bolívar y Santander advertimos el sensible y moderno trabajo de las fisonomías, que a simple vista no podemos apreciar. Esto mismo se da en su lienzo Bolívar y Santander en la campaña de los Llanos, del Museo Nacional. Es el amanecer y todo está impregnado de luz en un soberbio paisaje llanero. En Boyacá, Ricardo Acevedo Bernal muestra al ejército de la campaña libertadora de 1819 y a Bolívar saludando en triunfo a la tropa. Es momento de exaltación y de celebración de la Libertad alcanzada.
Para la conmemoración del centenario de ejecución de la Pola nuevas escenas fueron trazadas en 1917. Miguel Díaz Vargas grabó en zinc El sargento Iglesias íntima prisión a la Pola para el periódico El Gráfico, según el relato de la señora Andrea Ricaurte de Lozano, en cuya casa del barrio Egipto se ocultaba la heroína, como dice el pie de la ilustración. Tratándose de un grabado en tinta negra, el artista puso en juego toda su habilidad para el manejo de la luz.
Ricardo Acevedo Bernal, también dibujó con mano maestra a Policarpa en el cadalso para una litografía muy difundida, que tuvo secuelas en el arte popular. José Hilario López, que relató todo el episodio en sus Memorias, dice: "La Pola marchó con paso firme hasta el suplicio, y en vez de repetir lo que decían sus ministros no hacía sino maldecir a los españoles y encarecer su venganza".
Del centenario de la batalla en 1919 procede el cuadro del pintor cartagenero J.W. Cañarete titulado Alegoría de la Batalla de Boyacá, en que el Libertador intima rendición al jefe realista José María Barreiro, apresado por el soldado Pedro Martínez. Santander al frente de la vanguardia se acerca en el centro y sobre el puente saluda el general Antozoátegui. El carácter alegórico de la obra radica en que el pintor selecciona un momento ideal, después de la batalla, para reunir en un mismo sitio alegórico a los Libertadores y al jefe vencido. En las nubes, en el centro de la claridad, otros jinetes cabalgan: la figura de Bolívar en la dimensión del héroe.
Del año 19 es también la obra que lleva la siguiente inscripción: "Pasando por la sabana en dirección a Bogotá el ejército Libertador después del triunfo de Boyacá, 10 de agosto de 1819". De mediano formato, y decididamente primitivista, su autor, el pintor boyacense Francisco de Paula Alvarez, hace una reinterpretación de la ambientación practicada por Espinosa, incluidas las figuras anecdóticas en primer plano, los movimientos de ganado y hasta el detalle de humo al fondo.

Fundación de Santafé de Bogotá. Óleo de Pedro A. Quijano, 1938.
110 x 160 cm. Academia Colombiana de Historia, Bogotá.

La batalla de Bonza.
Óleo de Luis Alberto Acuña, 1950.
200 x 150 cm. Colección Juan Manuel Acuña, Bogotá.

Del año de 1926 es La batalla de Boyacá, de Andrés de Santa María, tríptico de 3.48 por 6.34 metros, ya de por si dimensiones heroicas. Fue pintado al óleo sobre lienzo para presidir el Salón Elíptico del Capitolio Nacional y es la pintura histórica más importante de todo el siglo XX, en términos de arte de avanzada. Con esta Batalla de Boyacá llegó el postimpresionismo a la pintura de historia colombiana. Bolívar ocupa el tablero central, Santander el de la izquierda y las huestes llaneras el de la derecha, en cuyo abanderado con zamarros de cuero atigrado y sombrero con banda tricolor se ha creído ver un autorretrato del pintor, como único personaje que mira hacia el espectador. La obra es puro color y en su sencillez no se aparta del modelo de Zamora, aunque aquí los personajes ocupan el primer plano. Esta falta de heroicidad provocó la crítica desde el momento mismo en que se instaló el cuadro en el Congreso, no obstante ser una obra que cuadra muy bien en su época, es decir, en los años veinte. Se criticó su verismo, el paisaje abrupto y melancólico, el cansancio de las cabalgaduras, la fatiga de Bolívar, en suma, la "falta de concepción épica del conjunto", como lo denunciara el pintor Tavera. Max Grillo intentó justificar a Santa María con el concepto de realismo psicológico e histórico. Pero no se entendía que "soldados casi desnudos" y capitanes "entristecidos por la fatiga" pudieran presidir las sesiones del Congreso. La tormenta pasó, pero no el descontento. Veinte años después el tríptico fue acogido en el palacio presidencial, y remplazado en el Elíptico por el mural más "capitolino" de Martínez Delgado. Y sin embargo, como dijera Gabriel Giraldo Jaramillo cuando la pintura fue retirada, este sigue siendo "uno de los cuadros de historia más sentidos y brillantemente ejecutados de nuestra pintura".
Para la celebración del IV Centenario de Bogotá en 1938, Pedro A. Quijano pintó el cuadro Fundación de Santafé de Bogotá. Es su obra maestra, junto con el de la Primera misa oficiada por fray Domingo de las Casas. La escena y los personajes están captados con naturalidad, dentro de lo que permite la pompa y circunstancias. Gonzalo Jiménez de Quesada levanta la espada, al lado del famoso lábaro o estandarte que se guarda en el Museo Nacional. El trabajo de armaduras y trajes es perfeccionista, al fondo se perciben los techos de paja de algunas de las doce chozas, y los personajes y el paisaje se funden en una tonalidad colorida, pero sin estridencias. Otra vez observamos una narrativa eficaz.

Nariño y los Derechos del Hombre.
Óleo de Enrique Grau, 1983. 159 x 189 cm. Casa de Nariño, Bogotá.

Policarpa Salavarrieta conducida al cadalso. Óleo de Pedro A. Quijano, ca. 1944. 128 x 96 cm. Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.
En otras obras, Quijano no alcanzará la misma calidad. La reyerta del 20 de julio cae en la ilustración pintoresca, como de cuento infantil; en Policarpa Salavarrieta conducida al cadalso, que envió al Salón Nacional de 1944, adopta un encuadre que recuerda al Caldas de Urdaneta, y en la Ejecución de Camilo Torres, de 1948, no abandona el pintoresquismo y los personajes empiezan a actuar como títeres, con cierta falta de carácter; en Ricaurte en San Mateo, vuelve a plantear un escenario teatral en que los personajes declaman con ademán operático. Pero la figura de Ricaurte, con el tizón en la mano y los ojos desorbitados, sí expresa el terror del momento final y la decisión del sacrificio. Los lienzos de mártires de Pedro A. Quijano son pintura de género, sorprendentes para su época de los años cuarenta en que se daban los grandes cambios del arte contemporáneo, pero indudablemente son hoy iconos de la historia patria. La pintura de historia proporciona imágenes inolvidables que alimentan la cultura visual de los habitantes de un país.
Similar es el caso de las pinturas de historia de Coriolano Leudo, quien debe su prestigio más a la ilustración que a la pintura. El óleo Salida del virrey de palacio, que se conoce por una copia, pues el original fue destruido el 9 de abril, es una simple escena palaciega sin ningún dramatismo y sin excesiva documentación. Y la Firma del Acta de Independencia exhibe corrección sin pasión, quizás como correspondería a un testigo objetivo. El pintor, desde luego, suministró la llave de su cuadro, señalando la identidad de todos los personajes retratados.
Entre 1945 y 1947, Santiago Martínez Delgado acometió la tarea de pintar el mural para el salón elíptico del Capitolio Nacional, que representa a Bolívar y Santander en su toma de posesión de la presidencia y viscepresidencia de Colombia, en el Rosario de Cúcuta, el 12 de julio de 1821. Este tríptico remplazaría al de Andrés de Santa María, que tanta polémica había despertado, y recuerda el pequeño óleo de Ricardo Acevedo Bernal titulado Los padres de la Patria saliendo del Congreso, de la Quinta de Bolívar. El momento escogido por Martínez Delgado es de triunfo. Los uniformes de gala, las chatarreras doradas, las banderas y la actitud de aclamación hacen de esta obra una apoteosis de los Libertadores, una exaltación del Estado. A la derecha del panel central, los asistentes gritan vivas a los héroes; la iglesia del Rosario, al fondo, recuerda la hora fundamental de la República, pero las arquitecturas que enmarcan la escalinata son las del capitolio romano. El todo está entonado en amarillo, azul, rojo y blanco. Las pilastras del salón Elíptico se incorporan con naturalidad a la composición. A la izquierda, como en un palco, la autoridad eclesiástica. A la derecha, otros militares descienden al encuentro de Bolívar y levantan con sus sables las vistosas gorras como trofeos. Sin embargo, hay exceso marcial y escasa figuración civil, quizás como corresponde a la guerra. Cúcuta es la confirmación institucional de la independencia, y eso es lo que quiere representar el artista.
Con su personal técnica puntillista, Luis Alberto Acuña vuelve su mirada al mundo de la conquista y de los indígenas. La batalla de Bonza es un lienzo de gran formato, abigarrado de figuras y brillos metálicos, pintado en 1950, lo mismo que su óleo Bautismo de Aquimín. Acuña niega la profundidad del espacio, mantiene a sus figuras en la superficie de la tela y las interrelaciona como si trabajara en relieve. Pintor e historiador al mismo tiempo, constituye un caso excepcional e inconfundible, siempre arraigado en los temas autóctonos. Como pintor de historia, es indudable que renueva los temas y lleva el género a una dimensión de gran originalidad.
Superada la mitad del siglo XX, aparte de los maestros nombrados no se puede dejar de hacer referencia a Ignacio Castillo Cervantes, el muralista de San Bartolomé de la Merced, de la Sala de Constitución de 86 en el Congreso, de los grandes cuadros de la Sociedad Bolivariana, y hasta hace poco ilustrador de interesantes especies postales de temas históricos. De espaldas a los movimientos contemporáneos del arte, Castillo ha sido el único cultivador del género histórico en los años 70 y 80. Su importancia radica en ser su continuador.
Los pintores contemporáneos no hacen ya pintura de historia. Sin embargo, el género revive en algunas obras excepcionales, como Nariño y los Derechos del Hombre (1983), de Enrique Grau, Cuadro de corporación: la Constituyente (1991), tríptico monumental de Beatriz González y los óleos de Juan Cárdenas que recrean con la presencia de personajes históricos algunos escenarios de la Bogotá decimonónica, como la Plaza de Bolívar y la Carrera séptima, inspirándose en el pintor Ramón Torres Méndez y en el grabador Antonio Rodríguez; Cárdenas encuentra una salida al historicismo en la evocación ambiental del pasado, pero ese pasado evocado también es historia.




 


   

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