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EDICION 170. FEBRERO DE 2004
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Por: CAMILO CALDERÓN Tomado de: Revista Credencial Historia. (Bogotá - Colombia). Edición 170 Febrero de 2004
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El quintamiento. Tinta y aguada de José María Espinosa, 1816. 14 x 22.5 cm. Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.
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a primera muestra de pintura histórica en Colombia se dio
el día jueves 8 de agosto del año bisiesto de 1816. Se trata
del quintamiento sufrido ese día por algunos patriotas de la
Campaña del Sur prisioneros en la cárcel de Popayán, a manos del
capitán realista Laureano Gruesso.
Al pie
del dibujo, su autor escribió estas palabras: «José María Espinosa
Prieto en los calabozos de Popayán cuando fue quintado para
ser fusilado el año de 1816. Cuadro pintado por él mismo en
el calabozo». José María Espinosa, el abanderado de Nariño,
realizó este dibujo en tinta y aguada sobre una pequeña hoja de papel
blanco. En sus Memorias de un abanderado, publicadas por
José Caicedo Rojas en 1876, Espinosa nos cuenta en el
episodio del quintamiento: «Yo, llevado de mi buen humor, y de mi
afición al dibujo, hice una caricatura de don Laureano
Gruesso con mi barrita de tinta de China que saqué de
Santafé, y que no me abandonó en toda la campaña hasta mi regreso, y
sirviéndome de pincel un esparto o paja que mojaba con saliva».
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Policarpa Salavarrieta marcha al suplicio. Óleo de autor no identificado, siglo XIX. 73 x 91 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá
| El
abanderado refiere lo siguiente: «En el acto nos hicieron
formar allí mismo en fila; y como yo sabía que la quinta
consistía en contar de derecha a izquierda desde uno hasta cinco, y
aquél a quien le caía este último número quedaba sentenciado a
muerte, tuve valor para salirme hasta por dos veces de la fila y
contar de derecha a izquierda, y siempre me cayó el fatal
número [...] Pero no era ese el sistema de quintar que iban a emplear
con nosotros sino el de boletas. Estando formados hicieron
entrar un niño como de diez años, y poniendo dentro de un
cántaro veintiuna boletas enrrolladas de las cuales diecisiete estaban
en blanco y las cuatro restantes tenían escrita una [letra] M,
se lo entregaron para que fuese pasando por delante de la fila.
Entonces ví que había perdido mi trabajo de contar y que era
ilusoria la esperanza que tenía de que me tocase el número tres. Cada
cual sacaba su boleta, la desenrrollaba y la mostraba, y si
tenía la M, decía el coronel Jiménez: "¡Dé usted un paso al
frente y pase a capilla!"».
La escena, dibujada sintéticamente,
muestra las dos filas enfrentadas de los prisioneros y de los
soldados realistas y al jefe español con la espada desenvainada, como
una figura caricaturesca. Todo el drama del momento histórico se
cifra en ese enfrentamiento de los dos bandos.
Medio siglo más tarde, pero antes de publicar sus Memorias, Espinosa
volvió a pintar la Quintada, esta vez en el álbum del |
historiador
José María Quijano Otero, que se conserva en la Biblioteca Luis
Angel Arango. Espinosa narró nuevamente el episodio del
quintamiento y lo acompañó con una acuarela en que presenta
conmás detalle al grupo de prisioneros y el patio de la cárcel, llegando
incluso a diferenciar con detalle los vestidos de los
patriotas. El caricaturista y dibujante incluyó también algunos
elementos humorísticos: el jefe patriota aparece ahora de
espaldas y en la pared dibuja su réplica junto a un perro y otros
personajes en forma de grafitti, así como el letrero "cuantum
melior morior", una máxima estoica. Los
oficiales que sacaron boleta de muerte fueron nada menos que José
Hilario López, Rafael Cuervo, Mariano Posse y Alejo Sabaraín, el
amante de Policarpa Salavarrieta. En el álbum, Joaquín París
cuenta que "López, luego que sacó su boleta a muerte, en vez de
inmutarse hizo con ella un cigarrillo y luego entró a la capilla
diciendo: me fumaré mi suerte...". Pero al día siguiente, cuando
ya los condenados estaban al pie del banquillo en la plaza de
San Camilo, donde encontraron los cadáveres de otros patriotas
fusilados, llegó desde Quito el indulto del presidente Toribio Montes,
que les salvó la vida. Espinosa firmó y fechó su relato el 16 de
diciembre de 1869. |
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LA PINTURA DE HISTORIA
Como se sabe, la pintura histórica es un género que
intermitentemente se ha presentado en toda la historia del
arte occidental. Conocemos el famoso mosaico helenístico de
Alejandro en la batalla de Isos, encontrado en las excavaciones de
Pompeya, que es como un inevitable modelo de referencia para
todo pintor de historia. Acuden también a la memoria, ya en
la era moderna, algunos ejemplos destacados, como la serie de pinturas
históricas realizadas para el salón de Reinos en el Palacio
del Buen Retiro de Madrid, al cual pertenece La rendición de
Breda ó Las lanzas, de Velázquez, pintado entre 1634 y
1635, o la serie de veintiuna grandes composiciones de la Historia de
María de Médicis para la galería del Luxemburgo en París,
pintadas por Rubens entre 1622 y 1625. Sin embargo, el auge
de la pintura histórica se produce con el neoclasicismo, con el
romanticismo, y sobre todo con la Revolución Francesa, con el
advenimiento de Napoleón y la escuela de pintores de su
entorno: David, el barón Gros, Isabey, Boilly, Gérard,
Girodet, Ingres, Guérin, y después Delacroix, o con Goya en España y con
Benjamin West, decano de pintura histórica anglo-americana.
Más adelante, el academicismo pictórico durante todo el
siglo XIX acogerá a la pintura histórica como género propio, tanto en
Europa como en América.
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Asesinato de Sucre. Óleo de Pedro José Figueroa, 1835. 139.5 x 2 00 cm. Colección Banco de la República, Bogotá.
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José María Obando Berruecos en traje de mañana. Litografía de Carlos Casar de Molina, Cartagena, 1835-1836.
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Una
pintura histórica relata siempre un evento de la historia
nacional, actual o del pasado. Implica, por ello, una actitud de
realismo, que da testimonio del hecho presenciado, o que
reconstruye con un prurito de rigor histórico los hechos pretéritos.
Estos hechos deben ser significativos para la historia de un
país, y generalmente implican un momento de tránsito o un rito
de paso: un acto fundacional, un juramento, una ascensión al poder,
un sacrificio, una abdicación, una batalla, un acceso a otro estadio
vital. La lucha, el heroísmo y los valores morales subyacen en
la pintura histórica y le dan su justificación. En este sentido,
toda pintura histórica es necesariamente política, porque está
al servicio de unas ideas y de una determinada concepción del ser
humano. En general, la pintura histórica exalta también el
valor, la libertad, la lealtad y el patriotismo. Y en todo caso,
siempre virtudes cívicas, desde la fe en las ideas,
cualesquiera que ellas sean, hasta el culto a la rectitud y a la verdad.
La
pintura histórica exalta al individuo (a veces bajo la forma
del héroe), a la colectividad y a la naturaleza, es decir, al
paisaje de un país, que muchas veces también se convierte en
protagonista, como en las famosas Batallas de Espinosa. Pero la
exaltación puede recurrir a formas simbólicas, y entonces se
convierte en pintura alegórica, que no es propiamente histórica,
puesto que ya no narra un hecho tal como ha ocurrido.
El
realismo que implica una pintura histórica supone atención al
detalle. La fisonomía y actitudes de los personajes, los trajes y
objetos, la escenografía, adquieren una importancia especial. La
composición y los efectos son más complejos que en una pintura
convencional. Por eso la pintura histórica no puede evitar la
teatralidad, como no la pueden evitar tampoco la música y el
drama del clasicismo, o la ópera, que también se nutre de la historia.
Finalmente, digamos que el límite de la pintura histórica es el
realismo. En cuanto éste se quiebra con el arte del siglo XX y
la abstracción, la pintura histórica declina y desaparece. En
Colombia, a la que las corrientes del arte llegan tardíamente, la
pintura histórica sobrevive todavía medio siglo más.
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Muerte del general Santander. Óleo de Luis García Hevia, 1841. 163 x 205 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
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Nunca fuera caballero de damas tan bien servido. Acuarela de José Manuel Groot, ca. 1847. Antigua colección Rivas Sacconi, Bogotá.
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PINTURA REPUBLICANA
En el arte colonial, solo dos pinturas desarrollan un tema
histórico: Gregorio Vásquez entrega dos de sus obras a los
padres agustinos, una alegoría idealizada, y el Ingreso del
virrey Solis al convento, es decir, su profesión religiosa como fray
José de Jesús María en el convento de San Francisco, el 28 de
febrero de 1761. Solís, arrodillándose a los pies del altar de
la Virgen, abraza al Crucifijo y rechaza sus vestiduras seglares y
su hábito de caballero de la Orden de Montesa con un vehemente gesto
de la mano. En el suelo, los guantes y el bastón de mando de los
que se ha despojado el virrey, ponen la nota dramática.
Policarpa
Salavarrieta marcha al suplicio, tela anónima de hacia 1825,
marca el inicio de una rica iconografía. Dice Beatriz González:
«El trabajo minucioso de los rostros y del Cristo demuestra que
el pintor tenía pleno conocimiento de su oficio. La alteración de los
volúmenes hace de este cuadro un claro antecedente de la pintura
de Fernando Botero. El tratamiento del color recuerda la
elegancia propia de las pinturas de la Colonia». En verdad, esta
pintura es como un ex-voto republicano de un cierto primitivismo
popular. Beatriz González considera esta obra como "una de las
más notables muestras de la pintura republicana".
Pedro
José Figueroa, autor de numerosos retratos de Bolívar y de
algunos cuadros religiosos, pintó Asesinato de Sucre en 1835, en
gran formato, a cinco años de la muerte de Sucre y tres años antes
de morir él mismo. En este lienzo la pintura histórica y la
motivación política se unen, pues 1835 es el año en que una
nueva candidatura de José María Obando a la presidencia de la
República es lanzada en Panamá, y bien se sabe que Obando era
señalado como el autor intelectual del asesinato de Sucre.
La
pintura de Figueroa encierra una no velada denuncia de Obando.
El momento del asesinato se presenta a boca de un escenario
teatral, en que el espectador observa desde un punto de vista alto, como
si estuviera situado en un palco. En el camino de la montaña de
Berruecos, el mariscal cae herido de bala, su cabalgadura huye
despavorida y su sorprendido asistente, Lorenzo Caicedo, detiene
su mula blanca antes de acudir en ayuda de la víctima. Cuatro sicarios
(entre ellos Juan Gregorio Sarria y José Erazo) se ocultan en lo
alto del barranco y al fondo se asoma "el tigre", es decir,
Obando. El pintoresquismo de este lienzo hace más evidente la
intención irónica del pintor, que aquí, reviviendo un hecho
histórico, bordea la caricatura. Por lo demás, su relato coincide con el
que Joaquín Posada Gutiérrez haría en sus Memorias
histórico-políticas, publicadas en 1865. José María Espinosa
también pintó este asunto, hacia 1845, aunque en su pintura el paisaje
deja en segundo término a los protagonistas y los sicarios no
aparecen en la escena.
José María Obando Berruecos en
traje de mañana es una litografía de Carlos Casar de Molina
grabada en Cartagena en 1835 o 36. En el segundo plano también
escenifica el asesinato de Sucre, que, como se sabe, ocurrió
sobre las nueve de la mañana del 4 de junio de 1830, de ahí el "traje de
mañana". |
Juanambú año de 1814. Acuarela de José María Espinosa, ca. 1848. 13.4 x 21 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
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Batalla de los Ejidos de Pasto, 1814. Óleo de José María Espinosa, ca. 1850. 80 x 120 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
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El
6 de mayo de 1841, a las 6:32 de la tarde, a la edad de 48
años, murió en Bogotá Francisco de Paula Santander, con la
consiguiente consternación de la ciudad y el país. Ese mismo año Luis
García Hevia pintó a gran formato su lienzo Muerte del general
Santander. Dice Pilar Moreno de Angel: «Esta obra de enorme
valor testimonial es el cuadro histórico más importante del
siglo XIX colombiano». Y lo es, sin duda, por su intensidad, por su
eficacia plástica, por su capacidad de concentración, que reúne en
un apretado espacio a 17 personajes, y por su sobrio contraste
de blanco y negro, con algunos toques más de color, que acusan
una admirable economía de medios. El dibujo es neto, y exacta la
ejecución de los retratos, personajes que están plenamente
identificados. Aparte del ingenuismo y la claridad de
planteamiento que otra vez encontramos aquí, no podemos dejar de
apreciar la austeridad republicana que emana de esta obra.
Existe
un grabado de Louis Marin Lavigne, ejecutado en París hacia
1845 sobre una versión desaparecida de este cuadro por Espinosa,
en el que la lección republicana se pierde. Santander es trasladado a
un mullido lecho con dosel y cortinajes de brocado, los amigos
asumen un carácter burgués y la atmósfera es cálida. ¡Los dos
sirvientes son sacados de la escena!
Nunca
fuera caballero de damas tan bien servido es una caricatura de
José Manuel Groot, realizada en acuarela por el año de 1846 ó
47, durante el primer gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera,
quien aparece palustre en mano rodeado de sus hombres de confianza.
Arriba, un cuervo sostiene una cartela con la leyenda "Progreso
del país", asociado a un cangrejo que, como se sabe, anda para
atrás. Otras leyendas irónicas completan la pintura. El bloque
de piedra y el palustre pueden aludir a Mosquera constructor del
Capitolio, pero también puede ser una explícita referencia a su
vinculación con la masonería colombiana.
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Guillermo Martín, el perro Fósforo y constituyentes. Acuarela de José Gabriel Tatis, 1853. Album “Ensayos de dibujo”. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
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LAS BATALLAS DE ESPINOSA
Llegamos
así a la famosa serie de las Batallas de José María Espinosa,
un punto culminante de la pintura histórica en Colombia, que hay que
fechar entre 1848, año en que mostró un boceto de Alto Palacé en
la Exposición de los Productos de la Industria, y 1863, año
en que murió Alejandro Osorio. En el último párrafo de sus
Memorias de un abanderado, el pintor afirma: "También hice ocho
acciones de guerra, que están en Palacio por habérmelas comprado el
gobierno cuando era presidente por segunda vez el señor don
Manuel Murillo T. Algunos de estos cuadros, que estuvieron
mucho tiempo en mi poder, fueron aprobados por los señores generales
Joaquín París, Hilario López i por el señor doctor Alejandro
Osorio, que fue secretario del general Nariño en toda la
campaña del sur". La compra se efectuó en 1872, por valor de
quinientos pesos.
A estas ocho acciones
de guerra de la campaña de Nariño hay que agregar otras dos,
pintadas en el mismo formato, de la Batalla de Boyacá y de la
Acción del castillo de Maracaibo. Sus fechas son inciertas y
provisionalmente pueden adscribirse al mismo período de
mediados de siglo. Tengamos en cuenta que la pintura de
batallas es todo un importante subgenero de la pintura histórica.
La
acuarela Juanambú año de 1814 muestra en esencia la
concepción que Espinosa tiene de sus cuadros de batalla: un
detalle dramático en primer plano, la acción militar en el plano medio y
en el fondo, y todo insertado en la grandiosidad del paisaje.
Como bien se ha dicho siempre a propósito de estas batallas,
en ellas, "la naturaleza predomina sobre la narración
histórica". Pero tampoco hay que caer en una interpretación que vea en
estas cuadros sólo paisaje.
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La Pola en capilla. Oleo de José María Espinosa, ca. 1857. 80 x 70 cm. Consejo Municipal, Villa de Guaduas.
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Ricaurte en San Mateo. Dibujo a lápiz de Alberto Urdaneta, ca. 1885. 15.5 x 11.5 cm. Propiedad particular, Bogotá.
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En
aras de la brevedad, solo nos referiremos a La Batalla de los Ejidos de
Pasto que se libró el 10 de mayo del año 14, con la derrota de
los patriotas. Espinosa cuenta que en El Calvario, sitio del
combate, el caballo de Nariño cayó muerto de un balazo, "y
entonces —dice— cargaron sobre el general varios soldados de caballería;
él, sin abandonar su caballo, con una pierna de un lado y otra
de otro del fiel animal, sacó prontamente sus pistolas..." Es la
escena que se ve en el centro del cuadro.
El
20 de mayo de 1853 el Congreso de la Nueva Granada expidió una
nueva Constitución Política, sancionada al día siguiente por el
presidente José María Obando. El teniente cartagenero José
Gabriel Tatis pintó a la acuarela en sólo treinta y tres días un álbum
de 23 láminas que tituló Ensayos de dibujo y que fechó el 15 de
junio de 1853. Contiene este álbum 136 retratos, incluido el del
propio autor en la portada y los de los representantes y
senadores que participaron en la constituyente, el presidente Obando, el
vicepresidente Obaldía, los miembros del cuerpo diplomático y
algunos extranjeros residentes en la capital, además de las
vistas de los salones de Senado y Cámara. El resultado es la más
sorprendente galería de personajes neogranadinos del medio siglo y la
exaltación por parte de un pintor radical del poder de los
representantes del pueblo y la única muestra del género de
retrato de corporación existente en el siglo XIX en nuestro país. Los
rostros están perfectamente individualizados y caracterizados, lo
mismo que los trajes, uniformes militares y hábitos religiosos.
Incluso retrata a Fósforo, el perro del señor Guillermo Martín,
quien no era congresista: él fue propietario del álbum y lo donó al
Museo Nacional en 1913.
Otro caso
excepcional es el pintor antioqueño Manuel D. Carvajal, quien
dejó un dibujo sobre los siete mártires ajusticiados por orden
de Mosquera en el episodio llamado El escaño de Cartago (1841) y
también la impresionante serie de acuarelas sobre el incendio del
templo de San Agustín durante el asedio a Bogotá por las tropas
del general Leonardo Canal el 25 de febrero de 1862, acción que
también registró fotográficamente el pintor Luis García Hevia.
Hacia
1857, José María Espinosa pinta La Pola en capilla, un óleo de
formato mediano, que el pintor obsequió al presidente Manuel
Murillo Toro el 20 de julio de 1873, "como un pequeño testimonio
de su benevolencia", según reza una inscripción en tinta negra al dorso
del cuadro. En su prisión del Colegio Mayor del Rosario,
Policarpa vela en capilla ante una mesa con un crucifijo,
vigilada por un guardia. Lleva escapulario y un papel con las palabras
"Santander" y "Casanare".
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Soldados marchando. Óleo de Eladio Rubio, ca. 1902. 94 x 76 cm. Museo Histórico, Casa de la Cultura, Marinilla. |
El juramento de la bandera de Cundinamarca. Panel central del tríptico al óleo de Francisco Antonio Cano, 1913. 254 x 564 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
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PINTURA ACADEMICISTA
Epifanio
Garay, su hijo Narciso y Alberto Urdaneta son representantes
destacados de la pintura académica de fines del siglo XIX. De
los primeros se conservan sendas versiones de La Pola en capilla; de
Urdaneta es la pintura Caldas marcha al suplicio. Como se sabe,
Urdaneta fue un gran dibujante, pero no muy buen pintor; sin
embargo, su imagen de Caldas proporciona una lectura
inmediata, es decir, presenta una iconografía eficaz. El prócer acaba de
arrojar el carbón con que ha trazado en la pared su famoso
anagrama de "o larga y negra partida", y sale del Rosario
hacia la plazuela de San Francisco, donde será decapitado, a
30 de octubre de 1816. Los gestos resultan demasiado elegantes y
operáticos para este momento de sacrificio y la figura en
sombra del monje evoca una novela gótica.
Con
el título La despedida de Caldas, Antonio Rodríguez grabó la
obra de Urdaneta para ser obsequiada como prima a los
suscriptores del primer año del Papel Periódico Ilustrado, en 1881. Es
de tamaño de un pliego. Se sabe que Urdaneta, cuya obra
pictórica no es prolífica, pintó también otros asuntos de
historia, como un Descubrimiento del mar Pacífico por Balboa
(que se conserva por un grabado) y un Ricaurte en San Mateo, hoy
desaparecido. Sí se conserva una composición fotográfica de
este tema, en la que posó Roberto de Narvaéz, atribuida a
Julio Racines, pero dirigida por Urdaneta, y también un pequeño
boceto a lápiz, con el esquema básico de la composición. Todo ello
debió hacerse alrededor de 1885.
Dos
estampas de la guerra de los Mil Días, de un pintor
antioqueño que no figura en las historias del arte, fueron
recientemente sacadas del olvido del Museo Histórico de Marinilla para
la exposición Cien años de la Guerra de los Mil Días en el
Museo Nacional. El pintor se llamaba Eladio Rubio y pintó sus
óleos hacia 1902. Uno se titula Herido en batalla, y presenta
una iconografía veraz, pero distinta de todo lo que conocemos de esa
guerra por la fotografía y el grabado. No es una pintura
fácil: los escorzos suponen un tour-de-force para cualquier
pintor, y Rubio los multiplica en su obra. Azul y rojo es el
cromatismo simbólico de esta guerra de conservadores y liberales.
Soldado marchando es un homenaje a la figura central: la
juana, que mira al espectador y camina con gracia campesina.
La figura hebria y exaltada del primer soldado también mira al pintor en
gesto de connivencia, y la figura del herido recuerda a los
apestados de Jaffa que claman a Napoleón en el cuadro de Gros,
aunque por supuesto nada tienen que ver iconográficamente
hablando. No hay en la pintura colombiana de historia un ejemplo así, de
homenaje al pueblo llano. El pintor y escultor antioqueño
Marco Tobón Mejía pintó una Batalla de Palonegro en 1905;
escenifica una carga de caballería de la que él mismo fue testigo
presencial.
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El paso de los Llanos, 1819. Óleo de Jesús María Zamora, 1910. 145 x 200 cm. Academia Colombiana de Historia, Bogotá.
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El paso de los Llanos, 1819. Detalle de la cabeza de Bolívar.
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LA ESCUELA DE LOS CENTENARIOS
La
guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá despertaron en
los colombianos la necesidad de reflexionar sobre el país, sobre su
pasado y su destino. La fundación de la Academia Colombiana de
Historia y la celebración de los centenarios del grito de
independencia, de los mártires de la patria, de la gesta
libertadora y del IV centenario de Bogotá animaron a los pintores
colombianos a tratar asuntos históricos. Esta incipiente escuela
de pintura histórica nacional no tiene nada que ver con las
escuelas europeas de la segunda mitad del siglo XIX, románticas,
pomposas y académicas, sino que reflejan mal que bien algunas
tendencias modernizantes, con lecciones aprendidas del
impresionismo. Naturalmente, hay pervivencias de la academia,
pero no son regla general. Una segunda característica, que no tiene
excepciones, es el afán de documentación ambiental: sitios
geográficos y urbanos, retratos de los protagonistas, vestuarios
y objetos. La pintura histórica colombiana no tiene en este
sentido fantasía, sino rigor, no inventa sino que recostruye. Es modesta
en términos creativos, pero relata los hechos con honestidad.
Y, en tercer lugar, es una pintura moderna en cuanto que
abandona el claroscuro y utiliza colores claros y vivos. Muchos de
sus representantes provienen de la escuela paisajística y adaptan sus
conocimientos a la pintura de historia. Zamora y Santa María
son notables ejemplos.
El juramento de la
bandera de Cundinamarca es un tríptico al óleo sobre lienzo,
pintado por Francisco Antonio Cano en 1913. Registra José María
Caballero en su diario: "Viernes 31 de agosto [1831]. Vinieron a
San Agustín toda la oficialidad y una campañía de granaderos y
otra de artilleros, y los granaderos llevaban la bandera del Auxiliar,
que tenía las armas del rey, y llevaron las nuevas banderas para
bendecirlas, con las armas de la república. Degradaron a la
primera [... y después] se comenzó con la bendición de la nueva,
que la bendijo el señor Canónigo Duquesne, con las formalidades
acostumbradas". En el cuerpo central aparecen Duquesne, José María del
Castillo y Rada, Antonio Baraya portando la bandera, Antonio
Nariño jurándola, José de Ayala, Manuel de Bernardo Alvarez y
Pantaleón Gutiérrez. Se ha pensado que el abanderado pueda ser
Antonio, hijo del Precursor, aunque debería ser más bien José María
Espinosa.
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Batalla de Boyacá. Tríptico al óleo de Andrés de Santa María, 1926. 348 x 634 cm. Casa de Nariño, Bogotá. |
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En el lateral izquierdo, ante el altar mayor, un monaguillo
y los otros dos oficiantes, el padre y prócer Francisco
Antonio Florido, franciscano, capellán de la tropa, y el padre
José Chavarría, provincial de los agustinos. El lateral derecho está
dedicado a la mujer en la Independencia. Hay divergencias
sobre la identificación de las señoras, aunque no hay duda
de que son retratos: María Josefa Lozano y Magdalena Ortega, esposas
de Manuel de Bernardo Alvarez y de Antonio Nariño,
respectivamente; Natalia Silva, esposa de Antonio Nariño
Ortega. Atrás, con gorros frigios, las dos hijas del Precursor,
Mercedes e Isabel.
El
conjunto del tríptico, en todo caso, es muy imaginativo desde
el punto de las diferentes perspectivas adoptadas a cada
panel, que enriquecen la narración y la solemnidad del hecho histórico,
y así mismo su colorido. Cinco días antes, el 26 de agosto,
había llegado a la capital un "oficio de Sámano para la
rendición de la ciudad y su obediencia", como registró el
cronista Caballero. La ceremonia de degradación de la bandera del rey y
la jura de las armas de la república fue la respuesta de
Nariño. El tríptico fue realizado para el Palacio de la
Gobernación,pero fue trasladado en 1948 al Museo Nacional,
salvándose así del incendio del 9 de abril.
Con
el óleo 1819, Patriotas en los Llanos, Jesús María Zamora
obtuvo la medalla de oro en la exposición del centenario de
1910. La obra presenta un planteamiento de extrema sencillez. La columna
avanza encabezada por Santander y Bolívar, después de vadear
un río. No hay clarines, no hay uniformes vistosos, casi no
hay armas tampoco. Los patriotas avanzan al paso de sus
cabalgaduras sobre un pastizal dorado. El despojo es conmovedor. La
resolución es lo que cuenta. Pero la pequeña columna avanza
dejando atrás los nubarrones hacia una zona de luz. Pienso que
ese es el gran símbolo del cuadro: Post tenebras spero lucem. La luz
después de la oscuridad. En los detalles de las cabezas de
Bolívar y Santander advertimos el sensible y moderno trabajo
de las fisonomías, que a simple vista no podemos apreciar.
Esto mismo se da en su lienzo Bolívar y Santander en la campaña de los
Llanos, del Museo Nacional. Es el amanecer y todo está
impregnado de luz en un soberbio paisaje llanero. En Boyacá,
Ricardo Acevedo Bernal muestra al ejército de la campaña
libertadora de 1819 y a Bolívar saludando en triunfo a la tropa. Es
momento de exaltación y de celebración de la Libertad
alcanzada.
Para la
conmemoración del centenario de ejecución de la Pola nuevas
escenas fueron trazadas en 1917. Miguel Díaz Vargas grabó en
zinc El sargento Iglesias íntima prisión a la Pola para el
periódico El Gráfico, según el relato de la señora Andrea Ricaurte de
Lozano, en cuya casa del barrio Egipto se ocultaba la heroína,
como dice el pie de la ilustración. Tratándose de un grabado
en tinta negra, el artista puso en juego toda su habilidad para
el manejo de la luz.
Ricardo
Acevedo Bernal, también dibujó con mano maestra a Policarpa
en el cadalso para una litografía muy difundida, que tuvo
secuelas en el arte popular. José Hilario López, que relató todo el
episodio en sus Memorias, dice: "La Pola marchó con paso firme
hasta el suplicio, y en vez de repetir lo que decían sus
ministros no hacía sino maldecir a los españoles y encarecer
su venganza".
Del
centenario de la batalla en 1919 procede el cuadro del pintor
cartagenero J.W. Cañarete titulado Alegoría de la Batalla de
Boyacá, en que el Libertador intima rendición al jefe realista José
María Barreiro, apresado por el soldado Pedro Martínez. Santander
al frente de la vanguardia se acerca en el centro y sobre el
puente saluda el general Antozoátegui. El carácter alegórico
de la obra radica en que el pintor selecciona un momento ideal,
después de la batalla, para reunir en un mismo sitio alegórico a los
Libertadores y al jefe vencido. En las nubes, en el centro de
la claridad, otros jinetes cabalgan: la figura de Bolívar en
la dimensión del héroe.
Del
año 19 es también la obra que lleva la siguiente inscripción:
"Pasando por la sabana en dirección a Bogotá el ejército
Libertador después del triunfo de Boyacá, 10 de agosto de
1819". De mediano formato, y decididamente primitivista, su autor, el
pintor boyacense Francisco de Paula Alvarez, hace una
reinterpretación de la ambientación practicada por Espinosa,
incluidas las figuras anecdóticas en primer plano, los
movimientos de ganado y hasta el detalle de humo al fondo.
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Fundación de Santafé de Bogotá. Óleo de Pedro A. Quijano, 1938. 110 x 160 cm. Academia Colombiana de Historia, Bogotá.
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La batalla de Bonza. Óleo de Luis Alberto Acuña, 1950. 200 x 150 cm. Colección Juan Manuel Acuña, Bogotá.
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Del año de 1926 es La batalla de Boyacá, de Andrés de Santa
María, tríptico de 3.48 por 6.34 metros, ya de por si
dimensiones heroicas. Fue pintado al óleo sobre lienzo para
presidir el Salón Elíptico del Capitolio Nacional y es la pintura
histórica más importante de todo el siglo XX, en términos de
arte de avanzada. Con esta Batalla de Boyacá llegó el
postimpresionismo a la pintura de historia colombiana. Bolívar ocupa el
tablero central, Santander el de la izquierda y las huestes
llaneras el de la derecha, en cuyo abanderado con zamarros
de cuero atigrado y sombrero con banda tricolor se ha creído
ver un autorretrato del pintor, como único personaje que mira hacia el
espectador. La obra es puro color y en su sencillez no se
aparta del modelo de Zamora, aunque aquí los personajes
ocupan el primer plano. Esta falta de heroicidad provocó la crítica
desde el momento mismo en que se instaló el cuadro en el
Congreso, no obstante ser una obra que cuadra muy bien en su
época, es decir, en los años veinte. Se criticó su verismo, el
paisaje abrupto y melancólico, el cansancio de las cabalgaduras, la
fatiga de Bolívar, en suma, la "falta de concepción épica
del conjunto", como lo denunciara el pintor Tavera. Max
Grillo intentó justificar a Santa María con el concepto de realismo
psicológico e histórico. Pero no se entendía que "soldados casi
desnudos" y capitanes "entristecidos por la fatiga" pudieran
presidir las sesiones del Congreso. La tormenta pasó, pero
no el descontento. Veinte años después el tríptico fue
acogido en el palacio presidencial, y remplazado en el Elíptico por el
mural más "capitolino" de Martínez Delgado. Y sin embargo,
como dijera Gabriel Giraldo Jaramillo cuando la pintura fue
retirada, este sigue siendo "uno de los cuadros de historia
más sentidos y brillantemente ejecutados de nuestra pintura".
Para
la celebración del IV Centenario de Bogotá en 1938, Pedro A.
Quijano pintó el cuadro Fundación de Santafé de Bogotá. Es su
obra maestra, junto con el de la Primera misa oficiada por fray Domingo
de las Casas. La escena y los personajes están captados con
naturalidad, dentro de lo que permite la pompa y
circunstancias. Gonzalo Jiménez de Quesada levanta la espada, al lado
del famoso lábaro o estandarte que se guarda en el Museo
Nacional. El trabajo de armaduras y trajes es perfeccionista,
al fondo se perciben los techos de paja de algunas de las doce
chozas, y los personajes y el paisaje se funden en una tonalidad
colorida, pero sin estridencias. Otra vez observamos una
narrativa eficaz.
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Nariño y los Derechos del Hombre. Óleo de Enrique Grau, 1983. 159 x 189 cm. Casa de Nariño, Bogotá.
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Policarpa
Salavarrieta conducida al cadalso. Óleo de Pedro A. Quijano,
ca. 1944. 128 x 96 cm. Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.
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En
otras obras, Quijano no alcanzará la misma calidad. La reyerta
del 20 de julio cae en la ilustración pintoresca, como de cuento
infantil; en Policarpa Salavarrieta conducida al cadalso, que envió al
Salón Nacional de 1944, adopta un encuadre que recuerda al
Caldas de Urdaneta, y en la Ejecución de Camilo Torres, de 1948,
no abandona el pintoresquismo y los personajes empiezan a
actuar como títeres, con cierta falta de carácter; en Ricaurte en San
Mateo, vuelve a plantear un escenario teatral en que los
personajes declaman con ademán operático. Pero la figura de
Ricaurte, con el tizón en la mano y los ojos desorbitados, sí
expresa el terror del momento final y la decisión del sacrificio. Los
lienzos de mártires de Pedro A. Quijano son pintura de género,
sorprendentes para su época de los años cuarenta en que se daban
los grandes cambios del arte contemporáneo, pero indudablemente
son hoy iconos de la historia patria. La pintura de historia
proporciona imágenes inolvidables que alimentan la cultura
visual de los habitantes de un país.
Similar es el
caso de las pinturas de historia de Coriolano Leudo, quien debe
su prestigio más a la ilustración que a la pintura. El óleo
Salida del virrey de palacio, que se conoce por una copia, pues
el original fue destruido el 9 de abril, es una simple escena palaciega
sin ningún dramatismo y sin excesiva documentación. Y la Firma
del Acta de Independencia exhibe corrección sin pasión, quizás
como correspondería a un testigo objetivo. El pintor, desde
luego, suministró la llave de su cuadro, señalando la identidad de todos
los personajes retratados.
Entre
1945 y 1947, Santiago Martínez Delgado acometió la tarea de
pintar el mural para el salón elíptico del Capitolio Nacional,
que representa a Bolívar y Santander en su toma de posesión de
la presidencia y viscepresidencia de Colombia, en el Rosario de Cúcuta,
el 12 de julio de 1821. Este tríptico remplazaría al de Andrés
de Santa María, que tanta polémica había despertado, y recuerda
el pequeño óleo de Ricardo Acevedo Bernal titulado Los padres de
la Patria saliendo del Congreso, de la Quinta de Bolívar. El momento
escogido por Martínez Delgado es de triunfo. Los uniformes de
gala, las chatarreras doradas, las banderas y la actitud de
aclamación hacen de esta obra una apoteosis de los Libertadores,
una exaltación del Estado. A la derecha del panel central, los
asistentes gritan vivas a los héroes; la iglesia del Rosario, al
fondo, recuerda la hora fundamental de la República, pero las
arquitecturas que enmarcan la escalinata son las del capitolio
romano. El todo está entonado en amarillo, azul, rojo y blanco. Las
pilastras del salón Elíptico se incorporan con naturalidad a la
composición. A la izquierda, como en un palco, la autoridad
eclesiástica. A la derecha, otros militares descienden al encuentro
de Bolívar y levantan con sus sables las vistosas gorras como
trofeos. Sin embargo, hay exceso marcial y escasa figuración
civil, quizás como corresponde a la guerra. Cúcuta es la
confirmación institucional de la independencia, y eso es lo que quiere
representar el artista.
Con su
personal técnica puntillista, Luis Alberto Acuña vuelve su
mirada al mundo de la conquista y de los indígenas. La batalla
de Bonza es un lienzo de gran formato, abigarrado de figuras y
brillos metálicos, pintado en 1950, lo mismo que su óleo Bautismo de
Aquimín. Acuña niega la profundidad del espacio, mantiene a sus
figuras en la superficie de la tela y las interrelaciona como si
trabajara en relieve. Pintor e historiador al mismo tiempo,
constituye un caso excepcional e inconfundible, siempre arraigado en los
temas autóctonos. Como pintor de historia, es indudable que
renueva los temas y lleva el género a una dimensión de gran
originalidad.
Superada la mitad del
siglo XX, aparte de los maestros nombrados no se puede dejar de hacer
referencia a Ignacio Castillo Cervantes, el muralista de San
Bartolomé de la Merced, de la Sala de Constitución de 86 en el
Congreso, de los grandes cuadros de la Sociedad Bolivariana, y
hasta hace poco ilustrador de interesantes especies postales de temas
históricos. De espaldas a los movimientos contemporáneos del
arte, Castillo ha sido el único cultivador del género histórico
en los años 70 y 80. Su importancia radica en ser su continuador.
Los
pintores contemporáneos no hacen ya pintura de historia. Sin
embargo, el género revive en algunas obras excepcionales, como
Nariño y los Derechos del Hombre (1983), de Enrique Grau, Cuadro
de corporación: la Constituyente (1991), tríptico monumental de Beatriz
González y los óleos de Juan Cárdenas que recrean con la
presencia de personajes históricos algunos escenarios de la
Bogotá decimonónica, como la Plaza de Bolívar y la Carrera
séptima, inspirándose en el pintor Ramón Torres Méndez y en el grabador
Antonio Rodríguez; Cárdenas encuentra una salida al historicismo
en la evocación ambiental del pasado, pero ese pasado evocado
también es historia.
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